El Hombre-Hormiga

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Todos los días los jóvenes estudian y los adultos van a trabajar. Días, semanas, meses y años repiten los mismos movimientos y actividades. Evidentemente, a nadie le gusta esta manera de vivir, sin embargo, la mayoría de las personas viven toda su vida así. ¿Cuál es la causa de este extraño comportamiento? ¿Por qué nadie hace lo que realmente quiere hacer? ¿Quién o qué los obliga a repetir todos los días la misma rutina? ¿Para qué esta inmovilidad vitalicia voluntariamente aceptada?

Se ha dicho que hay que estudiar para entrar a la universidad, que hay que entrar a la universidad para poder tener un trabajo bien remunerado, que hay que tener un trabajo bien remunerado para poder vivir bien…

Vivir bien. ¿Viven las personas realmente? Y si viven… ¿cuándo viven? Estudiar para trabajar, trabajar para… ¿vivir? Al planificar el futuro de esta manera, de alguna manera se está dejando el presente de lado… Y el presente es lo único que realmente tenernos.

Desde pequeños nos contaron el cuento de la hormiga y la cigarra. La hormiga que trabajaba todo el verano en invierno tenía suficiente comida para sobrevivir, mientras que la cigarra, que disfrutaba los rayos del sol cantando, moría de hambre por no haber planificado su vida.

Si observamos a las personas con detención, nos podemos dar cuenta de que casi todas tienen terror a correr la misma suerte que la cigarra. Por este motivo, nos dicen desde pequeños que, como la hormiga, debemos ser previsores y sacrificar el “canto” presente por el “alimento” futuro.

Todos los días, somos obligados por nuestro entorno social a planificar nuestra vida, a convertirnos en hombres-hormiga. Desde cierta edad, ya no podemos dedicarnos a vivirla y disfrutarla: hay que pensar en el futuro. Si no planificamos nuestras vidas, no tendremos futuro, nos dicen nuestros padres y educadores. Si no sabemos qué vamos a hacer con nuestras vidas, debemos decidirlo pronto para empezar a dar los pasos necesarios para lograr el futuro que soñamos.

Por este motivo, nos dicen, Esa es la mágica fórmula de la sociedad convencional: si se planifica la vida, se será exitoso y feliz en tanto que de lo contrario, seremos considerados unos infelices fracasados. Entonces, planificamos y postergamos lo que realmente queremos hacer por la felicidad y el éxito futuro.

Tenemos un terror heredado al futuro incierto. Pero todo futuro es incierto, ya que por más que planifiquemos, nunca se pueden controlar todas las variables. Así, vamos deshojando nuestra vida poco a poco, nuestra juventud se marchita, aparecen arrugas y canas… y aún así, se vive en pos de tener asegurado el futuro.

Otro motivo por el cual los hombres se justifican a sí mismos la postergación de lo que realmente quieren es la creencia en la vida más allá de la muerte. A esta clase de hombres les asusta tanto no tener el control de sí mismos que se enclaustran: los puritanos se niegan a ver la luz del sol, puesto que podría quemarlos… Para justificar esta forma de cobardía, dicen que son hombres más virtuosos y puros que el resto. La realidad es son hombres-hormiga con la cabeza enterrada en la tierra.

La creencia en una vida tras la muerte no debería impedir disfrutar de la vida, pues disfrutar la vida no significa ser promiscuos y holgazanes. Vivir la vida es ser consecuente con la propia esencia, “cantar la canción” hasta el final: hacer lo que sentimos que es la manifestación de nuestra esencia. Es así como la religión se transforma en una excusa, ya que es absurdo que la vida sea contraria al ente que la creó. Dios no podría desear la infelicidad de los hombres…

Esto nos conduce una interrogación final: ¿quién es más feliz: el previsor o el que vive el presente? Volviendo a la fábula de la cigarra y la hormiga, podríamos cambiar la perspectiva y pensar que si bien la vida de la cigarra fue breve, fue feliz con su canto, en tanto que la hormiga fue incapaz de “cantar” durante su larga y, seguramente, aburrida vida.

Es más feliz el hombre que muere joven viviendo algo que desea y elige que el hombre que muere anciano sin jamás haber hecho nada de lo que quería: el hombre-hormiga va muriendo poco a poco hasta un punto en que ni siquiera se cuestiona por qué actúa como lo hace. Termina casi siempre convertido en una máquina, que ríe cuando debe reir, llora cuando debe llorar y ama por costumbre. El hombre-cigarra, en cambio, muere de golpe, pero muere feliz, pues hizo lo que quiso y no tiene nada pendiente, nada que pudo haber hecho en aquel futuro incierto que no hizo.

En conclusión, si el hombre viviera de acuerdo a lo que su esencia le dicta, sería evidentemente más feliz, pero lo frena el miedo infundido por la sociedad –la cual, para su existencia, necesita de hombres-hormigas que trabajen todos los días sin cuestionarse demasiado– ante el futuro incierto y el miedo infundido por la malinterpretación de la religión de ser pecadores.

Para que la humanidad pueda ser feliz, será necesario reemplazar el modo de ver la vida que al sistema la conviene por un modo más abierto y tolerante, en el que no se aísle al que decide hacer de su vida un experimento extravagante, en el que ser cigarras sea una opción tan válida como la de ser hormiga. El mundo necesita de ambas y la esencia de cada hombre alberga una de estas opciones de vida. Así el hombre tendrá verdadera libertad de elegir si prefiere tener una vida sin sobresaltos y bien planificada o una vida alocada y riesgosa.

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